sábado, febrero 28, 2009

Writing to reach me (II)

Escribir como el que vomita, como el que busca un alivio imposible, una pastilla eficaz que anule un dolor que no tiene cuerpo. Escribir febrilmente y que la letra sea el asidero a alguna parte de ti que desconoces. Escribir como si fueras una bombilla temblorosa en un lugar oscuro. Como si el mundo nunca hubiera dejado de ser un espacio impenetrable. Como posibilidad única, como único refugio. Escribir para demostrar que el lenguaje no es artificial, para demostrar que lo es. Escribir para saber que estás lejos y para sentir que estás cerca. Para ordenar las trenzas del estómago. Escribir desde de un regreso que no conduce a casa, desde la intuición de que algo se escapa. Confundir el paisaje y las fronteras, recorrer las arrugas que no están. Describir la búsqueda de las ovaciones silenciosas, el hartazgo de silencio, la necesidad fervorosa de silencio.
La peor sensación: tener el cuerpo frío y la cabeza caliente. Que la melancolía se apodere del entusiasmo. Que huya lo concreto, una vez más. Que lo abstracto sea injusto y pasajero como el corte involuntario de un cuchillo de cocina. Que no exista legado ni posteridad. Que la deconstrucción sea el pan de cada día. Querer decir algo y apenas acariciarlo. Maldecir las frases cortas (y su efectismo) y atragantarse con un sujeto y un predicado. Temer poner el punto y final.

domingo, febrero 15, 2009

Writing to reach me

Laboriosas, ensimismadas en sus propios pensamientos, las mujeres de Vermeer son protagonistas a pesar de sí mismas. No hay en la actitud ni en el vestido el más mínimo atisbo de pretensión. Sólo la sencillez burguesa y, en todos los casos, la vocación por el oficio: bordar, tejer, cantar, interpretar una partitura, se exhibe como valioso atributo. La crítica norteamericana Deborah Salomon va aún más lejos al afirmar que las mujeres de Vermeer son las primeras mujeres modernas de la historia del arte, porque son las primeras que saborean el placer de la soledad.

No sé si la soledad es un rasgo moderno. Si la búsqueda de un espacio propio e infranqueable se asomó cuando nuestra sociedad aburguesada descubrió esa palabra tan desmadejada e inconcreta que es el ocio, cuando edificó un sistema en torno a la idea de divertirse, cuando buscó en el hedonismo un sentido de la vida alternativo. Si sólo los occidentales ensimismados, con la mirada profundamente oblicua hacia el ombligo, sentimos la caprichosa necesidad de la soledad, como otros precisan la compañía. No sé si la soledad es contemporánea, ególatra, superflua o dramática, pero se cuenta entre mis filias. Los que escaseamos de habilidad para cambiarnos a la habitación de al lado y nos refugiamos en los párrafos que no son estribillos nos sentimos mejor cuando hacemos lo correcto en contra de nuestras propias prioridades. Llámenle sentido de culpa judeocristiano, o tendencia inequívoca a la soledad. Pero en esta sociedad adicta a las recompensas inmediatas, soy de las que disfruta, aprovecha y crece en los tiempos de espera.