lunes, marzo 22, 2010

Memoria

Él dejó de trabajar a los 36 años: tenía tantas enfermedades que los médicos sólo especulaban cuál le conduciría a la muerte. Adoraba a su mujer, que le gruñía a menudo: siempre pensé que se defendía del dolor de su inminente partida. Pero él resistía y resistía, a través de las décadas, para sorpresa de todos, salvo la suya propia. En mi familia se manejó una única teoría: luchaba contra las estadísticas por amor a su mujer. Hoy tiene 90 años, hace dos que su compañera enfermó de Alzheimer, hasta borrarlo todo, hasta el más íntimo de sus afectos. Él acudió a su funeral como un pajarillo delgado, con el pelo blanco revuelto y sus penetrantes ojos azules. Cuando asistí al abrazo que le dio a mi abuela, la hermana de ella, en medio del sepelio, reconociéndola en medio de su turbación y sufrimiento, supe que esa escena perduraría en mi memoria, aunque apenas quede una sombra en las suyas.
Supongo que somos eso, una transmisión de memoria (de memorias) que nos hacen más prudentes, más osados, más resentidos, más bondadosos, más inteligentes, más vulnerables. Nos construimos con las vivencias de otros, y otros se construyen con las nuestras. Podemos olvidar cosas que nos han ocurrido y rememorar lo que les sucedió a otros como si lo hubiéramos vivido en primera persona. Estos días, estas semanas, es como si mi vida perteneciera a otro y yo sólo fuera una espectadora y, al mismo tiempo, siento que es más mía que nunca.