sábado, agosto 08, 2009

El síndrome de Julio

Los números de teléfono que no olvidas, que tecleas como una contraseña secreta e inconsciente, las historias que no son redondas, los cielos nublados, las conversaciones blandas y con estrías, las novelas que te salvan bajo las sábanas. Con ese balance he escalado julio, ese mes crítico en nueve de cada diez años. La estadística es tan desoladora que me obliga planear el viaje -o, quizá, la huida- más largo de mi vida. Al menos, mis intermitentes problemas existenciales tendrán otro decorado.
Me resisto a dejarme llevar por las apariencias de desastre, perdición y dudas, aunque eso debo agradecérselo más a la vida que a mí misma, a las visitas inesperadas y a los guiños del destino. Hace unas semanas subía con una amiga a casa y, obviando todas las reglas de intimidad que rigen los ascensores, ella me desgranaba su vida en tono dramático, en presencia de una vecina que yo veía por primera vez. Hacia el cuarto piso, le dirigí a mi vecina una mirada de disculpa, y ella terció, mientras nos bajábamos del ascensor: “No hay nada tan terrible”.
Lo escribo con la boca pequeña -¿cómo sería? ¿con el dedo pequeño?- porque cuesta mucho llevar a cabo planes en los que no crees, pero quiero pensar que sí, que no-hay-nada-tan-terrible.