domingo, noviembre 08, 2009

Sin perfume

"... es un personaje que no responde a compromisos sociales, no quiere ser agradable, es creíble por inimaginable. En su vida las mujeres no han de ser necesariamente atrevidas, valientes, sin complejos, feministas. Los personajes procedentes de países o entornos empobrecidos no son necesariamente fuertes, nobles, abnegados y decentes. Las naciones pobres no son recreadas en su riqueza cultural, el folclore exótico y la vida en la pureza frente a la corrupción de los países desarrollados. Los ambientes rurales no son paraísos poéticos de respeto y humildad. Ni los artistas son virtuosos ejemplares. Cuando uno tiene noticia de la vida real, se da cuenta de que las personas no se comportan como arquetipos y mucho menos de acuerdo a los rasgos que las encuestas sociológicas han determinado para cada particularidad.
En el fondo tengo la sensación de que Naipaul en esta biografía autorizada, pero no por eso menos afilada, ha jugado una carta a favor de la verdad, de la complejidad del ser humano. Sencillamente ha puesto una piedra más en su aventura compleja y desgañitada contra el cliché, contra lo correcto y contra todos los moldes imperantes. Y ha permitido hacer con su biografía un muestrario de todo aquello que dicen que no pasa y que sin embargo sucede constantemente. Otra vez la grandeza de mostrar el mundo como es y no como se empeñan en hacernos ver que es".
La reflexión pertenece a David Trueba y me gustó, aunque la inspire la biografía de un tipo tan detestable como Naipaul. Lo que sigue lo escribí yo en verano. Está ligeramente relacionado, y aunque yo me explico bastante peor que él, creo que entenderéis lo que quiero decir.
Un amigo me envío ayer por correo electrónico un vídeo, titulado La mejor stripper de Europa, que invitaba a desnudarse, aunque no quizá en el sentido previsto. La protagonista es una chica morena preciosa, que despide sin contemplaciones a su cita de esa noche, entra en su habitación y primero, efectivamente, se quita la ropa pero, después, todo lo demás: la peluca, la dentadura y el cuerpo de látex que la envuelve. Al final, queda un hombre mayor y barrigudo, que se rasca el culo y se desploma sobre el sillón para beber una lata de cerveza con un sólido desprecio por los modales. Lo mejor del cortometraje llega en sus últimos segundos, cuando le llaman por teléfono, descuelga y es su padre; entonces ella recupera la compostura y le contesta con una dulce voz femenina. Me vino a la memoria la frase que una actriz -las mayores expertas en disfraces- pronunció en una entrevista: "Enseñamos a los demás lo que creemos que está bien de nosotros, pero normalmente no es por eso por lo que nos quieren". A veces, en la búsqueda de la aprobación masiva, intentamos modelarnos, haciendo acrobacias con nuestra identidad, y pretendemos ser más dóciles, o más fuertes, o menos chillones, o más delicados, o más valientes, o menos atrevidos. Y lo cierto es que lo que nos distingue a los ojos de quienes nos quieren -al menos de los que nos quieren bien- son nuestros gestos espontáneos, sin atender a dónde estamos ni con quién, las aristas sin pulir de nuestra personalidad, nuestro gusto secreto por algo estrafalario, el olor que desprendemos cuando ha desaparecido el perfume.