Cartografía del hallazgo y de la pérdida
A veces, muchas, una se enreda en motines que no existen, ve molinos de
aspas asesinas cuando se trata de gigantes afables, decide salpimentar
heridas que estaban casi cerradas, se obliga a perder al solitario.
Cuando una se empeña en esas batallas etéreas para desgastarse, por
inercia burguesa o afición a la aflicción, la vida tiende a irritarse
y acaba por plantarte un molino de verdad, hunde una navaja
hasta reventar la cicatriz
o te recuerda de una forma inédita y cruel que hay materias (primas) con las que
no se juega. Te dice: ¿Te preguntabas qué era la tristeza? ¿Hacías
expediciones por puro aburrimiento a sabiendas de que volverías sana y
salva? Entonces, de un zarpazo, con una facilidad que te quiebra, en una
conversación de madrugada, en una sola frase, se asegura de que sepas
que ESTO sí es la tristeza. Y te devuelve al punto de partida del
tablero, pero con una mochila con la que no eres capaz de atravesar ni
la mitad de los desiertos por los que trotaste -ahora te parece que casi
alegremente- hace diez años.
Como
mi vida se empeña en ser, siempre, por una suerte que no merezco, menos
dramática que yo, este párrafo que escribí en enero ahora es solo un
eco que alguien ha ahogado con una almohada. No es porque no haya
ocurrido nada estos meses, este año largo que he dejado naufragar
aitormena. He perdido buena parte de las cosas que me sustentaban pero,
inesperadamente, he conquistado otras que anhelaba y que, de una forma
un poco inexplicable, me han colocado más cerca de la sala de espera de
la felicidad. He vuelto a ensimismarme, a buscar refugio en frases
improductivas y a añorar este mapa inexacto y desorientado, mi espejo
deformante preferido, un laberinto que me devuelve siempre al punto de
partida. Pero, tal vez, se trata precisamente de eso, de disfrutar de la
suerte extenuante de empezar una y otra vez.