viernes, junio 07, 2013

Cartografía del hallazgo y de la pérdida

A veces, muchas, una se enreda en motines que no existen, ve molinos de aspas asesinas cuando se trata de gigantes afables, decide salpimentar heridas que estaban casi cerradas, se obliga a perder al solitario. Cuando una se empeña en esas batallas etéreas para desgastarse, por inercia burguesa o afición a la aflicción, la vida tiende a irritarse y acaba por plantarte un molino de verdad, hunde una navaja hasta reventar la cicatriz  o te recuerda de una forma inédita y cruel que hay materias (primas) con las que no se juega. Te dice: ¿Te preguntabas qué era la tristeza? ¿Hacías expediciones por puro aburrimiento a sabiendas de que volverías sana y salva? Entonces, de un zarpazo, con una facilidad que te quiebra, en una conversación de madrugada, en una sola frase, se asegura de que sepas que ESTO sí es la tristeza. Y te devuelve al punto de partida del tablero, pero con una mochila con la que no eres capaz de atravesar ni la mitad de los desiertos por los que trotaste -ahora te parece que casi alegremente- hace diez años.

Como mi vida se empeña en ser, siempre, por una suerte que no merezco, menos dramática que yo, este párrafo que escribí en enero ahora es solo un eco que alguien ha ahogado con una almohada. No es porque no haya ocurrido nada estos meses, este año largo que he dejado naufragar aitormena. He perdido buena parte de las cosas que me sustentaban pero, inesperadamente, he conquistado otras que anhelaba y que, de una forma un poco inexplicable, me han colocado más cerca de la sala de espera de la felicidad. He vuelto a ensimismarme, a buscar refugio en frases improductivas y a añorar este mapa inexacto y desorientado, mi espejo deformante preferido, un laberinto que me devuelve siempre al punto de partida. Pero, tal vez, se trata precisamente de eso, de disfrutar de la suerte extenuante de empezar una y otra vez.

miércoles, febrero 08, 2012

Arrugas

Hoy he visitado a mi abuela. Tiene una herida en una pierna y no hemos podido salir a la calle a dar nuestro paseo semanal. Le han cambiado su silla de ruedas por un trono de cuero rosa para que mantenga la pierna en alto. Entre eso y que yo rebajo sustancialmente la media de edad de los escasos visitantes, no pasamos desapercibidas en la residencia. El hecho de que mi abuela cante a pleno pulmón la misma estrofa de A rianxeira una y otra vez también contribuye a nuestra popularidad.

Como nos teníamos que quedar dentro, nos hemos colocado en un lugar estratégico para ver pasar gente, que es una de sus actividades predilectas. Se ha acercado una señora con un muñeco nenuco, al que besaba insistentemente. Se ha parado a nuestra altura y nos ha espetado: "A este no me lo van a quitar". Me ha dado mucha pena, pero mi abuela nos ha sacado enseguida del ensimismamiento, aconsejándole a la mujer que abrigara al nenuco, porque llevaba puesto solo un pijama. Se lo decía en serio, claro.

Poco antes de marcharnos, un señor ha pasado delante de nosotras en taca-taca, muy lentamente. Mi abuela, desde su trono rosa, pierna en alto, ha aprovechado para preguntarle: "¿Qué? ¿Me llevas?".

Es un consuelo pequeño, pero me basta: me gusta pensar que el Alzheimer, corrosivo con todo, no puede con el sentido del humor, ácido en su justa medida, impreso en nuestro ADN, intactos sus mecanismos frente al olvido.

martes, septiembre 20, 2011

La llave del vacío

Ayer vi la última película del cineasta británico Terence Davies. Me dejó un poco fría, pero él me sigue encantando. Es tan franco acerca de sus alegrías y torturas íntimas que me desarma. Le escuché por primera vez hace tres años y recuerdo muy bien su ramillete de confesiones. Como por ejemplo:
"Siempre he sentido que estoy fuera de la vida y que los demás tienen una llave que yo no tengo; sé que no la tienen, pero parece que la tienen".
¿Tenéis una llave? ¡Eh! ¡Contestad! :)
Si existe, desde luego, yo nunca la he localizado. O siempre me he equivocado de cerradura.
El día anterior fui a ver Take the waltz (ya veis que estoy en una de esas semanas en las que crees que las películas te hablan a ti). Aunque tiene un principio muy ñoño (hasta para mí, que soy una sentimental irredenta) me acabó gustando la película, sobre todo por una frase que le dice su (ex)cuñada alcohólica a la protagonista:
"Eres más estúpida que yo. La vida tiene un vacío y hay que aceptarlo y no ponerse a rellenarlo como una loca" (o algo así).
Yo no sé si intento rellenarlo, pero ese vacío (que existe, es verdad, en la materia de la vida) me aturde bastante. ¿Los demás no lo ven? ¿No lo sienten? ¿Lo llenan con amor? ¿Con hijos? ¿Con cursos de tai chi? ¿Con la tele?
Así estoy: en mitad de un vacío, que conecta en estos instantes con la oquedad angustiosa de mi estómago, buscando una llave que no existe de una cerradura que no me corresponde.
Mañana vuelvo al cine.

miércoles, agosto 10, 2011

Beginners

Anoche vi una bonita película de principiantes. Pensé que me gustaría más pero, en cualquier caso, solo por su ingeniería visual y un par de frases, la experiencia ya mereció la pena. Una tercera no ha abandonado mi cabeza, porque resume mi situación de un modo extraño y difícil de explicar . El protagonista decía: "Me siento solo, como si siempre acabara de llegar". Yo no me siento sola, no demasiado sola, al menos, pero me identifico con la sensación de acabar-de-llegar-a-algún-lado. Lo que agrava la percepción es que vivo en la ciudad en la que nací y a la que volví hace casi seis años, después de un paréntesis de ocho. Debería sentirme en casa. Tengo un montón de (envidiables) divanes emocionales, una masajista increíble (muy importante), estoy (creo) menos en deuda con el mundo, y aunque lo que me rodea me preocupa hasta mortificarme, yo me siento confiada y feliz... Pero con la sensación insegura del que acaba de llegar. Como si, después de tanto tiempo, siguiera buscando mi sitio. Con la persistente sensación de que existe, pero lejos de aquí. Quizá sea porque me interno en la senda de los treintaytantos, esa edad en la que la gente (sobre todo los otros treintañeros) parece tener derecho a auscultar tus (presuntos) progresos y a medirlos, y decidir si has avanzado suficientemente o no en 'la vida'. Esos examenes siempre hacen que me revuelva incómoda, por muy confortable que sea la silla.
Me gustaría explicarme mejor pero, como dice René, he perdido el tono aunque hoy, después de once meses sin aparecer por aquí, lo que me parecía urgente era no perder la costumbre del todo (y no olvidar la contraseña).
Vuelvo a ser principiante.
En realidad, nunca dejé de serlo.

domingo, septiembre 12, 2010

Quiero creer que estoy volviendo (III)

Esta noche buscaba algo que leer, unas letras que me mecieran un poco en mi enésima encrucijada. Al final he ido a parar a mi propio blog. He elegido un mes al azar, a ver si me reconocía. El post se titulaba Quiero creer que estoy volviendo, por el poema, y me ha recordado una de mis últimas indecisiones, cuando no sabía si mudarme o no de ciudad, y ese traslado significaba muchas otras cosas. Nunca sabes muy bien si has acertado cada vez que eliges tu aventura pero creo que esa decisión fue más positiva que negativa. Ahora me enfrento a otra, que se va a decidir en las próximas 24 horas. Es una elección sentimental, y se me dan fatal. Para aclararme, he interrumpido la frase anterior y he mandado un mensaje: esto quiere decir que esto es un post en directo (al estilo Carol Blenk, pero con menos gracia) y que mi mensaje es un mensaje lanzado al mar. Aquí, las posibilidades de que se pierda en el camino no dependen de la inmensidad del océano ni de sus corrientes sino de mi gusto por lo críptico.
Mi mensaje ha sido:
¿Y cuál es el remedio?
Era una respuesta a otro mensaje de hace unas cuantas horas, que decía:
Bueno, lo tuyo tiene remedio
Después de eso, he terminado de trabajar, me he tomado dos cervezas, he dado un paseo en bici, me he comido un yogur en la cama y he encendido el ordenador buscando qué leer. Y súbitamente, sin pensarlo, he lanzado el mensaje. Ahora me voy a lavar los dientes y cuando vuelva, espero tener una respuesta. Si es satisfactoria, elegiré caminar, inventar y construir; si no lo es, me retiraré a los cuarteles de invierno (pero prometo volver a caminar, inventar y construir, o al menos intentarlo, en primavera). Ale, ahora vuelvo.
Pues nada. Mi mensaje embotellado navega sin rumbo. Post al borrador. Mañana sabré si estoy volviendo, o me estoy yendo...

...

Esto lo escribí hace diez días. Desde entonces, el post ha dormitado en el borrador. La respuesta, por caprichos técnicos, se perdió unas cuantas horas en un limbo invisible. Quizá fuera mejor así: admitir humildemente que no hay respuestas a todas las preguntas, y mucho menos respuestas eternas, y mucho menos respuestas eternas a preguntas eternas. He intentado hacer trampas con esa ecuación que separa libertad de seguridad. ¡Qué estúpida! ¿Cómo he podido olvidar, siquiera por un instante, que siempre escogeré la libertad de equivocarme?
Dentro de dos horas empezará mi cumpleaños. Hace un año, volaba de vuelta entre México y Atlanta. Esta vez he decidido que la medianoche la pasaré sola, en el coche, recorriendo los siete kilómetros que separan a tres de las personas que más quiero en el mundo. Me apetece, en ese pequeño momento mágico, estar llegando a alguna parte, y no permanecer en un sitio, porque sé que la vida es eso, ese viaje, y no quiero necesitar estratagemas para sepultar el temor a la incertidumbre.
Por si no queda claro: vuelvo. Vuelvo feliz.

sábado, mayo 15, 2010

Llegar lejos en la vida

(Escrito en mi otra vida; válido para las dos)

Hay días en las que una apuntaría en un post-it como asunto inaplazable: mudarse a otro mundo. Los ingenuos nunca acabamos de caernos del guindo: ese árbol debe ser altísimo, porque no terminas de llegar al suelo. Siempre pienso que sería mejor estrellarse una vez del todo, y no estar golpeándose leve pero constantemente por cada nuevo disgusto. Esta semana en la que se agotan los adjetivos y se desnuda la broma pesada en la que se ha convertido el orden económico mundial, es difícil no oscilar entre la depresión y la amargura, dos estados poco aconsejables. Es entonces cuando el instinto del ingenuo se pone a trabajar y se pregunta: ¿Qué nos salva? No sé a ustedes; a mí, los momentos luminosos. Tuve uno, no hace muchas semanas. Estaba en Berlín, era un lunes a medianoche, y acababa de enterarme de que un volcán no me permitiría coger el vuelo de vuelta al día siguiente. La ansiedad por el retraso y los problemas de logística me provocó insomnio y me puse a leer la novela que se había llevado mi compañero de viaje (yo ya había agotado mis provisiones literarias). Hacia el final de Los Baldrich, el narrador expresaba una idea que, a las cuatro de la madrugada, en ese hotel que imitaba la estética soviética, me pareció reveladora: "He llegado lejos en la vida porque sé lo que es una familia y quiénes son mis amigos". A la luz de esa frase, pensar que vivo entre comisionistas, presidentes de gobiernos y banqueros -que no tienen ni idea de lo que significa llegar lejos en la vida- se hace un poco menos insoportable. Al menos por hoy, el post-it se queda vacío.

lunes, marzo 22, 2010

Memoria

Él dejó de trabajar a los 36 años: tenía tantas enfermedades que los médicos sólo especulaban cuál le conduciría a la muerte. Adoraba a su mujer, que le gruñía a menudo: siempre pensé que se defendía del dolor de su inminente partida. Pero él resistía y resistía, a través de las décadas, para sorpresa de todos, salvo la suya propia. En mi familia se manejó una única teoría: luchaba contra las estadísticas por amor a su mujer. Hoy tiene 90 años, hace dos que su compañera enfermó de Alzheimer, hasta borrarlo todo, hasta el más íntimo de sus afectos. Él acudió a su funeral como un pajarillo delgado, con el pelo blanco revuelto y sus penetrantes ojos azules. Cuando asistí al abrazo que le dio a mi abuela, la hermana de ella, en medio del sepelio, reconociéndola en medio de su turbación y sufrimiento, supe que esa escena perduraría en mi memoria, aunque apenas quede una sombra en las suyas.
Supongo que somos eso, una transmisión de memoria (de memorias) que nos hacen más prudentes, más osados, más resentidos, más bondadosos, más inteligentes, más vulnerables. Nos construimos con las vivencias de otros, y otros se construyen con las nuestras. Podemos olvidar cosas que nos han ocurrido y rememorar lo que les sucedió a otros como si lo hubiéramos vivido en primera persona. Estos días, estas semanas, es como si mi vida perteneciera a otro y yo sólo fuera una espectadora y, al mismo tiempo, siento que es más mía que nunca.