sábado, mayo 15, 2010

Llegar lejos en la vida

(Escrito en mi otra vida; válido para las dos)

Hay días en las que una apuntaría en un post-it como asunto inaplazable: mudarse a otro mundo. Los ingenuos nunca acabamos de caernos del guindo: ese árbol debe ser altísimo, porque no terminas de llegar al suelo. Siempre pienso que sería mejor estrellarse una vez del todo, y no estar golpeándose leve pero constantemente por cada nuevo disgusto. Esta semana en la que se agotan los adjetivos y se desnuda la broma pesada en la que se ha convertido el orden económico mundial, es difícil no oscilar entre la depresión y la amargura, dos estados poco aconsejables. Es entonces cuando el instinto del ingenuo se pone a trabajar y se pregunta: ¿Qué nos salva? No sé a ustedes; a mí, los momentos luminosos. Tuve uno, no hace muchas semanas. Estaba en Berlín, era un lunes a medianoche, y acababa de enterarme de que un volcán no me permitiría coger el vuelo de vuelta al día siguiente. La ansiedad por el retraso y los problemas de logística me provocó insomnio y me puse a leer la novela que se había llevado mi compañero de viaje (yo ya había agotado mis provisiones literarias). Hacia el final de Los Baldrich, el narrador expresaba una idea que, a las cuatro de la madrugada, en ese hotel que imitaba la estética soviética, me pareció reveladora: "He llegado lejos en la vida porque sé lo que es una familia y quiénes son mis amigos". A la luz de esa frase, pensar que vivo entre comisionistas, presidentes de gobiernos y banqueros -que no tienen ni idea de lo que significa llegar lejos en la vida- se hace un poco menos insoportable. Al menos por hoy, el post-it se queda vacío.