lunes, octubre 06, 2008

Climas

A. me explicó, hace ya algunas semanas, que las historias hay que contarlas por la mañana, porque por la noche, ya cansados, las adornamos y pierden autenticidad. Incumplo la regla, porque escribo pasada la medianoche así que, de antemano, les pido disculpas por mi imprecisión. Estoy en la cama, tapada con un edredón que, apenas empezado el otoño, ya evidencia su pequeñez. Si me dejo llevar, como siempre, pasaré frío este invierno. Estoy en una casa que aún no siento como mía, pero que tiene detalles que sólo pueden pertenecerme. Mis vestidos, algunas canciones imprescindibles, mi camiseta de Mafalda, las botas rojas que me hacen daño y sobre mi mesilla un ejemplar de Climas , el libro que he esperado -porque no lo he buscado, lo he esperado- durante siete años. Lo he vuelto a releer estos días, y no me ha causado la misma impresión que cuando una amiga me lo descubrió en la Universidad (lo cuento aquí). Podría culpar a la traducción pero creo que quien ha fallado soy yo. Quiero decir que he dado la espalda a una de las frases-tesoro de su autor: El arte de envejecer es el arte de conservar alguna esperanza. Mentiría si dijera que no conservo ninguna, pero mentiría si no confesara que vivo como si no las conservara. Ahora soy la chica que sonríe en las fotografías, pero que sonríe fuerte, a dentelladas, porque se sabe consciente de que sólo tiene ese momento, y sólo vive para ese momento. Antes, es verdad, esa chica miraba melancólica a la cámara, y los momentos se le escapaban entre los dedos pero, a cambio, tenía debajo de la cama una maleta llena de promesas. Ahora hacer el equipaje cuesta demasiado, una ha inutilizado demasiados lugares de huida, y ya no se cree ninguno. Quizá, en el fondo de su ser, desearía creer en algo, pero le han regalado demasiado escepticismo en los últimos años, y no ha sido lo suficientemente fuerte. Y ahora le cuesta encontrar una película que le obligue a disimular las lágrimas, una canción que le deje sentada al volante mucho tiempo después de haber aparcado, un libro que le haga pasarse la estación de tren correcta. Pero una piensa, pasada la medianoche, a la hora en que las historias no se cuentan bien, que todo no está perdido si aún piensa en esto, si aún esa colección de incertidumbres le provoca insomnio, y si todavía persigue, ausculta, acaricia una porción de esquiva felicidad.