viernes, octubre 12, 2007

Instrucciones para un descenso al infierno (con billete de vuelta)

Hoy toca jornada de resaca e incertidumbre. Hoy es un buen día para corroborar la condición de apátrida, para aceptar que hay algo que ya sé pero que todavía no reconozco, que el dolor es prueba póstuma de existencia, no de valor, ni de mérito, ni de pérdida. Hoy, aunque no lo parezca, es tiempo de optimismo, es, definitivamente, un momento apropiado para recuperar un mail que nunca envié, para rescatar a Galeano y su libro de abrazos y para decirte, confesarte, confirmarte por penúltima vez que no hay cenizas, sino brasas; que no hay brasas, sino lumbre; que no hay lumbre, sino fuego. Aunque no lo parezca.

Un hombre del pueblo de Neguá, en la costa de Colombia, pudo subir al alto cielo. A la vuelta, contó. Dijo que había contemplado, desde allá arriba, la vida humana. Y dijo que somos un mar de fueguitos. El mundo es eso -reveló-. Un montón de gente, un mar de fueguitos. Cada persona brilla con luz propia entre todas las demás. No hay dos fuegos iguales. Hay fuegos grandes y fuegos chicos y fuegos de todos los colores. Hay gente de fuego sereno, que ni se entera del viento, y gente de fuego loco que llena el aire de chispas. Algunos fuegos, fuegos bobos, no alumbran ni queman; pero otros arden la vida con tantas ganas que no se puede mirarlos sin parpadear, y quien se acerca, se enciende.