miércoles, junio 28, 2006

Clausura

Mañana cierran un cine en la ciudad en la que vivo. No es que tuviese un toque entrañable (su apuesta por las superproducciones comerciales era más que vehemente), ni que fuera histórico (no ha llegado a cumplir una década), ni pertenecía a una callejuela encantadora (se ubicaba en un centro comercial que, además, está en las afueras), ni su dueño era un afable viejecito (sino la exhibidora más poderosa del mercado español). Pero una tenía sus vínculos sentimentales. Ahí me empaché con S. viendo Chocolat (soy tan previsible que compré conguitos y todos los derivados del cacao que pude encontrar) y ahí me pareció un invento increíble que se pudieran levantar los reposabrazos. Ahora me río de esa ingenuidad, pero de alguna forma envidio cómo me emocionaba con esas cosas, y también esa época en la que las películas me herían, me agarraban por dentro, me daban la vuelta, casi me cambiaban en un par de horas. Hace un montón que no lloro con una peli. ¿Esto también es hacerse mayor?

domingo, junio 25, 2006

Un amago



La poesía está en todas las cosas, también en las servilletas, sobre todo en las que besas (aunque los demás crean que te limpias los labios). También están en todas las cosas los amagos de mediocridad y los de dominio, las ganas de aparentar lo que no se es, lo que no se será nunca. Pero, ya digo, la poesía está en todas las cosas, y sus versos embellecen las esperas, las impaciencias, incluso los tiempos torpes en los que uno no da con la frase exacta que el otro aguarda casi con desesperación. La poesía te ataca un día lluvioso de junio, al salir del trabajo, en el que tú ni siquiera quieres ser simpática. Que pides una cerveza sin convicción, que te muestras quisquillosa en cada conversación y lejana en cada referencia. Pero, aunque no lo merezcas, los versos de esa noche ya han decidido que, por mucho que te empeñes en estropearlo todo, vas a terminar buscando escalones para estar a la altura de esos labios y ocupar el lugar de las servilletas.

lunes, junio 19, 2006

Fracaso doble y con hielo

Qué desastre.
A la primera mudanza, la física, hemos llegado empapadas, jadeantes de tanta cuesta y casi predispuestas a que no nos gustara. Y no nos ha gustado. El italiano era guapo, eso sí. Pero esa casa no era nuestra casa.
La segunda mudanza, la íntima, ha sido mucho más grave. Estaba dentro del coche, pero sentía que la lluvia conseguía penetrar y yo tiritaba de vuelta a casa (en la que al parecer seguiré viviendo, si no ocurre algún milagro). Como ya habrán adivinado mis sagaces lectores (al menos los que hayan leído el post anterior) no he sabido medir la franqueza y he creado un cataclismo de consecuencias imprevisibles. Sigo sin discernir sentimientos y, efectivamente, los lastres estan aquí, alineados y dispuestos a hundir todo lo bueno que he estado construyendo estos meses. Estoy lo suficientemente preocupada como para complicar la historia mucho más: podría escaparme al fin del mundo durante un par de días, o atreverme a dar un paso que he repetido en privado y en público que me parece prematuro, o quedarme en silencio más tiempo del deseable. Todo con tal de ahogar esta distancia, esta necesidad de traslado de todos los lugares y, especialmente, de mí misma.

Ahora

Ahora que sé que he confundido el ingenio con la inteligencia, las demostraciones de amor con el amor, las ironías (simplonas) con el sentido del humor. Ahora que sé que todos mis planes caben en un folio roto y que nunca di con las preguntas, así que difícilmente hallaré las respuestas. Ahora que no sé si soy esa tipa asocial que se siente más viva cuando está sola o esa tipa sentimental que tiene miedo de anunciar que es vulnerable. Ahora que dudo de si he estado aquí los últimos meses o si todavía no me había mudado del todo, ahora, ahora empiezo a intuir que se acerca el camión que faltaba, el que estaba cargado de lastres.
Esos lastres -las cábalas dolorosas, las suspicacias y las aprensiones, la sospecha de la mala fortuna, el punto de vista trágico- son demasiado pesados, y no dejan caminar. Como no me puedo permitir parar, tocan dos mudanzas. La primera, la física, tiene una cita esta tarde con una austríaca, un italiano, una amiga y un piso al final de una larguísima cuesta, cerca de un palacio que nunca fue un palacio. La otra, la íntima, tiene que ver con una conversación en la que deberé aprender sobre la marcha cuan franca puedo ser, y cual de todas las cosas que creo sentir es la que siento de verdad.

domingo, junio 11, 2006

Soñar

Hace poco, en este blog, alguién me escribió un comentario que incluía este párrafo:
Soñar no es lo mismo que vivir. A veces se puede vivir de una forma y soñar de otra. Y, desde luego, te aseguro que es mejor soñar sin vivir que vivir sin soñar.
Me pareció terrible esa dicotomía.
Esta mañana la he recordado. No es demasiado cortés, pero tengo que confesar que Manuel Vicent, el escritor, me aburre a menudo. Para compensar, cuando me gusta, me gusta mucho. Hoy ha sido un ejemplo de ese segundo caso cuando, en una entrevista, ha dicho:
Tengo la sensación de que lo que uno sueña es de lo que vive, y los sueños siempre acaban por moldear la realidad que deseas.
Hoy tocaba hablar de la impagable labor de promoción de M. en Londres. Pero ha sido un mal día y necesitaba una frase balsámica para contrarrestar esas frases sonoras (gracias Carol, por encontrar el adjetivo ;) que tan fácil se me escurren de los labios, con las que parece que digo tanto y no estoy diciendo nada. Nada que hable de mí, al menos. A veces hilo un discurso de autodefensa tan consistente que ni yo misma consigo desenrrollarlo y averiguar por qué tengo este fastidioso nudo en el estómago. Eso de construir puentes con palabras no se me da bien, definitivamente. Yo utilizo las palabras para despistar, para que nadie me encuentre. Hace tanto tiempo que lo hago que no sé si podré pulir las palabras, quitarles el polvo y los corsés, agitarlas un poco y hacer que suenen con su propio eco. Necesito un alfabeto sin vicios para no seguir esquivándome. Necesito dejar de perderme, porque ahora sé que tú estás intentando dejar de buscarme.

lunes, junio 05, 2006

Cambiar

Dices que he cambiado, que no soy la misma al teléfono, ni en los correos electrónicos, ni siquiera en este blog, a salvo de todas las presiones posibles. Yo me resisto a creerlo, porque me he empeñado de forma especial en que las circunstancias no me cambiaran estos últimos años, cuando se pusieron a prueba mis convicciones más esenciales. Pero puede que haya sido una ingenua, y que el empeño no haya sido suficiente, y ahora sea peor, menos dulce, menos crédula, menos paciente. Tal vez haya esperado tanto que ya no pueda hacerlo más. Tal vez relea entradas antiguas, y como le pasa a Lou Reed con sus canciones, sienta que las ha escrito otra persona.
Dices que cambiar no es bueno ni malo. Esa frase hecha es una gran mentira. Cambiar será bueno en casos extremos, si eres Ana Rosa Quintana, Ángel Acebes o Sete Gibernau. En mi caso, buena parte de mi capacidad para ser feliz descansaba en ese carácter estoico, a veces delirantemente cándido y un poco sobrado de ternura. No sé si he cambiado, pero si lo he hecho, por quien más lo siento es por mí.

jueves, junio 01, 2006

Cosas que no vienen a cuento

- Intercambiar el correo electrónico con un profesor (poeta en sus ratos libres)
- Quedar contigo en la playa y no encontrarte (y que el desencuentro se prolongue más allá de la arena)
- Sentirme lejos de mis amigos y saber que dejo pasar los días sin construir puentes duraderos
- Descartar las llamadas necesarias, sin motivos (salvo que la indolencia sea una razón)
- Desear aislarme (y sentirme, por ello, profundamente culpable)

Al menos, queridos JM Roman y Nostak, Auster es el nuevo Príncipe de las Letras, aunque nosotros no necesitamos ningún premio para saberlo:

Comentaba Elvira Lindo que en Estados Unidos se sorprenden de que en casi todos los hogares europeos esté presente algún libro de Paul Auster. Desde que la publicación de sus novelas se convierte en un acontecimiento literario y empieza a llenar su zurrón de premios, no va a faltar quien cuestione si sus historias merecen tanta atención. La merecen. Lo que hace que Auster esté en tantas estanterías (y otros no) es que logra encandilar al mejor lector (¿recordáis?) ese incauto que confunde la realidad con el relato que le cautiva. Leer a Auster es no saber si la novela que tienes entre manos es el mundo o, mejor, es confundir el mundo con una inmensa novela.