Una corazonada
Cuentan que en los inicios el ser humano tenía la sabiduría de la divinidad, pero que no supo utilizarla correctamente. Dicen que, como castigo, los dioses se la retiraron y decidieron esconderla en algún lugar al que sólo se pudiera llegar con verdadero esfuerzo. Buscaron en las montañas más altas, en los abismos de los océanos, en el centro de la Tierra. Todos parecían demasiado accesibles. Finalmente optaron por ocultarla allí donde los altivos mortales nunca podrían imaginar: en el interior del propio ser humano.
No se sabe a ciencia cierta el origen de esta hermosa leyenda, pero curiosamente describe lo que algunos estudiosos de la mente comienzan a descubrir. Unos hablan de intuición, otros de inconsciente sin más, también de inconsciente adaptativo. Incluso improvisación. Poco importa el nombre, lo cierto es que hace algún tiempo que neurocientíficos y psicólogos siguen la pista de esa misteriosa capacidad humana que permite tomar decisiones instantáneas siguiendo exclusivamente las indicaciones de las vísceras y que resultan, en muchos casos, más acertadas que las que surgen de una profunda reflexión.
Hace unas semanas aparecía en un suplemento dominical un reportaje sobre corazonadas. Lo guardé, y lo rescato ahora porque todo lo que tengo que decir sobre mi decisión es que es una corazonada, una poderosa intuición de madrugada. Hay a quien le parece poco y hay quien lo viste con mejores deseos: creen que me pasará de todo, fascinante o al menos bueno, en mi nuevo destino. Yo, curiosamente, no he imaginado nada, nada al menos que pueda tildarse de bueno o malo. Sí he imaginado algunas rutinas. He espiado algun lugar donde tomarme un café por las mañanas, un par de librerías y un parque. Un lugar para aparcar el coche o la bici. Lla playa a la que iré a comer en verano y a pasear en invierno. Sé poco más. Que me arroparán I., S., A. y M., que me gustará alguna gente de mi nuevo trabajo, que me costará entender a otra, que querré arrancar una sonrisa a alguien triste, que algun día lo estaré yo también. Y pese a escépticos y a cínicos -entre los que a días me incluyo- hoy siento que todo mi periplo empieza, tímidamente, a cobrar sentido.
No se sabe a ciencia cierta el origen de esta hermosa leyenda, pero curiosamente describe lo que algunos estudiosos de la mente comienzan a descubrir. Unos hablan de intuición, otros de inconsciente sin más, también de inconsciente adaptativo. Incluso improvisación. Poco importa el nombre, lo cierto es que hace algún tiempo que neurocientíficos y psicólogos siguen la pista de esa misteriosa capacidad humana que permite tomar decisiones instantáneas siguiendo exclusivamente las indicaciones de las vísceras y que resultan, en muchos casos, más acertadas que las que surgen de una profunda reflexión.
Hace unas semanas aparecía en un suplemento dominical un reportaje sobre corazonadas. Lo guardé, y lo rescato ahora porque todo lo que tengo que decir sobre mi decisión es que es una corazonada, una poderosa intuición de madrugada. Hay a quien le parece poco y hay quien lo viste con mejores deseos: creen que me pasará de todo, fascinante o al menos bueno, en mi nuevo destino. Yo, curiosamente, no he imaginado nada, nada al menos que pueda tildarse de bueno o malo. Sí he imaginado algunas rutinas. He espiado algun lugar donde tomarme un café por las mañanas, un par de librerías y un parque. Un lugar para aparcar el coche o la bici. Lla playa a la que iré a comer en verano y a pasear en invierno. Sé poco más. Que me arroparán I., S., A. y M., que me gustará alguna gente de mi nuevo trabajo, que me costará entender a otra, que querré arrancar una sonrisa a alguien triste, que algun día lo estaré yo también. Y pese a escépticos y a cínicos -entre los que a días me incluyo- hoy siento que todo mi periplo empieza, tímidamente, a cobrar sentido.