Cambiar de trabajo provoca muchas sensaciones. Pero tal vez la más curiosa sea la sensación de alejarte del país de Nunca Jamás. Te enfrenta a la compleja idea de que estás creciendo, que la traición de Wendy se ha hecho irreversible, que olvidaste despedirte de Peter Pan.
No entiendo a la gente que se horroriza ante los efectos físicos del paso del tiempo. A mi no me preocupan esas secuelas, sino el propio trascurrir.
Lo único que no te abandona es la angustia por abandonar la infancia. Esa estación mágica, tan cruel y tan pura, sólo regresa en los momentos heroicos.
Únicamente cuando sueñas, cuando te emocionas con una película, una competición deportiva o la noticia de un periódico, cuando ves el trabajo como una porción de gloria, el dinero como un medio y no como un fin y el amor como algo real, entonces, por unos instantes, te recuperas un poco a ti mismo.
Es díficil ser un adulto digno: se necesito un poco de cinismo, sensibilidad, unas cucharadas de escepticismo, un corazón enorme, mucha lucidez, un amplio sentido del humor. Comportarte como un héroe a partir de cierta edad precisa, como mínimo, una valentía profundamente ingenua: dar un portazo, rebelarte ante el poder, desmontar las mentiras que construyen tu vida.
De pequeño, un sugus en la mesilla reparaba un mal día. Ahora necesitamos bálsamos más sofisticados: un disco de Ryan Adams, una infusión de regaliz, una juerga sin pautas ni control, un película excelente, un abrazo sin medida, un buen libro. Invocarías cualquiera de ellas con tal de reconocer a tus amigos, rechazar que hayas perdido el tiempo, no maldecirte por ser transparente, mirarte al espejo y saber que sigues ahí.